La llamada CRISIS, un invento que parece habernos sido impuesto por los poderes fácticos del planeta (léase la banca y las financieras que compran a la clase política) no ha sido el principio de la gran depresión en la industria del audio y, principalmente, en los estudios de grabación. Eso ha empezado unos años antes en realidad, con una sucesión de inventos que, primero, abarataron los costes de producción de los soportes musicales, después democratizaron el acceso a los equipos de grabación y producción, acelerando la caída de precio del alquiler de estudios profesionales hasta límites insostenibles —con la consecuente dificultad en mantener la inversión, la calidad de los servicios y, más que todo, el buen estado de la maquinaria— y, por último, introdujeron los codecs de compresión y sus derivados (mp3, etc) que llevaron a la extinción sistemática de las compañías de discos.
No se entienda que nutro alguna especial simpatía por las discográficas —yo que las he sufrido años seguidos desde el final de los 60 hasta no hace mucho—, pero mi última experiencia discográfica demuestra bien que sin el apoyo de una estructura de ese estilo, las obras se quedan en almacén y pierden “validez”, aunque los nuevos “amos del universo” nos quieren convencer de lo contrario. Por otro lado, los derechos y los royalties reciben ahora bastante peor trato que el de que nos quejábamos hace una década atrás. Por eso creo quehemos sufrido una regresión, no muy distinta a las que, todos los días, asistimos a nivel social.
De cualquier modo, lo peor del mp3 no ha sido la ruina de los distribuidores de música. Eso ha sido un efecto colateral y era algo previsible. No, lo peor ha sido que, a la consecutiva desaparición de las más diversas compañías discográficas, ha correspondido un creciente control de la distribución por parte de los gigantes de la informática y, al crearse una especie de monopolio compartido (y consentido), no nos queda más, a los consumidores, que tragar con las condiciones que nos impongan y la calidad que “ELLOS” entiendan ser la “adecuada”.
Uno de los primeros resultados ha sido la “baja de la guardia” por parte de la comunidad afecta al audio y a la música en general, en lo que se refiere a la calidad sónica de lo que escuchamos, pero la más tremenda consecuencia está siendo la (de)formación de las nuevas generaciones que, en el espacio de poco más de una década, han perdido completamente las referencias y han aceptado como “gran calidad” de reproducción lo que sale a través de los auriculares de los smartphones y de los ordenadores.
Si algún efecto inmediato ha tenido este nuevo paradigma, ha sido el de crear el caldo de cultivo para la aparición de los anunciados “estudios de grabación de bajo coste” —en realidad, a precio de saldo—. Con un ordenador de sobremesa y un par de micrófonos de dudosa procedencia, conectados a través de un interfaz de una famosa marca Alemana de calidad mediocre, todo dentro de una habitación o de un garaje forrado ya sea con cortinas o con las famosas hueveras y tenemos un estudio de grabación. Grabamos por un precio fijo/canción y, como apenas tenemos gastos fijos mensuales, nuestro estudio nos da para las birras y alguna que otra pequeña extravagancia cada dos por tres. En 3 meses nos hacemos con una cajas auto-amplificadas, que las hay en el mercado por 399€ la pareja, y subimos de nivel. Ya somos un estudio de mezcla, pues ya tenemos escucha y dejamos de lado los auriculares. Acto seguido, le pillamos el punto a la escucha y a la habitación —un par de colchones en las esquinas frontales, por detrás de la escucha ayudan— y nuestro amiguete, especialista en crackear software, nos trae el último plugin de dinámica y… ¡somos la hostia! ¡Hacemos mastering! En el Facebook, por debajo de nuestra oferta de “Estudio de Grabación” ya podemos hasta poner: Calidad Profesional.
Todos conocemos alguien que lo está haciendo aún más barato que alguien que ya lo hacía muy barato. ¿Que el resultado no será muy bueno? Bueno, ¿qué más da? Al final, ¿donde lo van a escuchar? En la radio, con un poco de suerte. Sí, pero la radio lo comprime a tal punto que todo suena igual de aplastado. Además, la gente cada vez escucha menos la radio. O la escucha on-line a través de los mismos aparatos con que se baja la música. Esta parece ser la realidad, y se cambia, me temo que solo pueda ir a peor.
¿Consecuencias del nuevo paradigma? Pues unas cuantas:
La primera ha sido la globalización de la distribución musical, con las ventajas y desventajas que eso pueda acarrear. ¿Que cualquiera puede hacer llegar, con la velocidad de la luz —literalmente— su música a las antípodas y, en un ápice, recibir 1000 “me gusta” en un mismo día y 100.000 a lo largo de un par de meses? ¡Sí, es verdad! ¿Pero va esto a traducirse en algún retorno para el creador/ejecutante de la obra? Esto es, ¿el músico que compuso el tema va en realidad a ser capaz de vender su trabajo y (sobre)vivir de él? Es que la Red nos da esa sensación, muchas veces, pero bien analizado el caso, sólo suele ocurrir cuando una de las grandes distribuidoras se interesa por tu producto y automáticamente te “contrata”. Por lo demás la Red distribuye y “protege”, cobrando bien por ellos, a los artistas consagrados que han entrado por el aro o que ya estaban amarrados a las 2 grandes discográficas que, in extremis, se han subido al carro de la distribución on-line.
Lo que pasa en los grandes concursos televisivos o en los reality-shows dedicados a la “música” (y lo pongo entre aspas con intención) también es sintomático. Los contratos de esos concursos que me han pasado por las manos, plasman poco menos que la aceptación de un estatuto de esclavitud.
La salida para la inmensa mayoría de los músicos —principalmente los que no se alinean en la misma cantiga pop de refrán facilón—, es tocar en bares donde, en esta década, cobran menos que en la anterior y mucho menos que lo que se cobraba en la que le precedió. Esto si no te cobran el alquiler de la sala y te “permiten” que les animes la noche y predispongas la clientela para “asaltar” el bar unas cuantas veces. Alternativamente, puedes engrosar el cartel de algunos festivales, por una sopa y un par de sandwiches.
Esta es la cruda realidad de una buena parte de la música, a día de hoy. Si la música está enferma, la grabación de la misma solo puede sufrir contagio. Y eso se traduce en la desaparición de los espacios adecuados para grabarla y preparar su distribución en condiciones mínimamente aceptables. ¿Qué digo? En condiciones, punto.
En la primera mitad del siglo pasado se grababa directamente al disco y la calidad era la posible, dado el medio. Luego con la cinta magnética se descubrió que podíamos manipular la amplitud (volumen) de nuestra grabación y evitar sobremodular el medio final de distribución —el vinilo—. Más tarde volveríamos a la grabación directa sobre el disco de metal que serviría de molde a la galleta de vinilo, pero, entonces, la eficiencia de los compresores y demás aparatos de pre-amplificación nos aseguraban el éxito. Durante casi 5 décadas la filosofía por detrás de las varias industrias involucradas era la EXCELENCIA, porque sí y porque el consumidor lo exigía. Alguno, hasta se compraba un sistema millonario de alta fidelidad, donde cualquier pequeña distorsión o fallo de grabación era inmediatamente detectable.
Fue así que asistimos al aparecimiento de marcas como Neve, Helios, SSL, Raindirk, API, Amek, Harrison, MCI, Ampex, 3M, Studer, Otari, Universal Audio, AMS, Fairchild, Summit, Tube-Tech y un largo etc y, con ellas el audio y la música han conocido una época dorada.
Y, avanzada la segunda mitad del siglo, el digital echó la cabeza y una mano llena de esperanza en superar el silencio del Dolby SR, la resolución y detalle de los micros y previos más sofisticados o la dinámica de las máquinas de cinta más avanzadas, y mientras nos distraíamos debatiendo nuestras justificadas dudas sobre los niveles adecuados de grabación, la velocidad de muestreo o la cantidad de bits para una dinámica superior a de la maquinaria analógica, nos pasaron por la derecha, el ADAT, el TDIF, los conectores Toslink, los Sub D que hasta entonces solo se usaban en las impresoras y, cuando nos dimos cuenta, se habían instalado en los mejores lugares y en la casa de las “mejores familias”. De ahí al mp3 y al DAB (Digital Audio Broadcast) ha sido un paso. La filosofía del “suena bien c.b.p.” se había instalado, para júbilo de los contables y sus amos, ante la pasividad de los ingenieros y la rabia de los músicos.
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